Escena primera: estamos comprando un apartamento en Varsovia, Polonia, en algún momento a principios de los 90. En cada fase de la transacción, los dos, mi marido y yo, tenemos que personarnos, hacer cola y presentar los carnés de identidad. Aparecemos en la oficina del notario más de una vez. Aparecemos en la oficina de impuestos en repetidas ocasiones. Finalmente, nos piden que entreguemos un maletín lleno de dólares. El vendedor no aceptará una transferencia bancaria y tampoco quiere que se le pague en moneda de su país.
Escena segunda: estamos comprando un coche en Washington, D.C., en algún momento a principios de los años 2000. Probamos unos cuantos y le decimos al vendedor qué coche queremos. Le damos un cheque personal, que acepta sin pedir un carné de identidad. Mi marido pregunta si no le preocupa que devuelvan el cheque. El vendedor se ríe y salimos del concesionario conduciendo un coche nuevo.
Dos momentos diferentes, dos lugares diferentes, pero sobre todo, dos clases diferentes de capitalismo: si Francis Fukuyama, el autor de ‘Trust: Las Virtudes Sociales’ y la Creación de la Prosperidad’, estuviera escribiendo este artículo, describiría la Varsovia de la primera escena como una ‘cultura de baja confianza‘ y el Washington de la segunda como una ‘cultura de alta confianza‘. También se les podría llamar ‘un lugar donde las transacciones financieras son irritantes y hacen perder el tiempo’ y ‘un lugar donde las transacciones financieras son sencillas’, respectivamente. Sin embargo, etiquetas así no duran para siempre. En las casi dos décadas que han pasado desde principios de los 90, las transferencias bancarias, telefónicas y el uso de la moneda local se han convertido en la norma en Varsovia. La cuestión es ahora si el capitalismo americano cambiará también a lo largo de las próximas dos décadas (y a peor).
Hemos vivido en una cultura con niveles de confianza extraordinariamente altos, en la que se acepta la buena fe de un cliente sin cuestionarla y donde se piensa que la gente acaudalada ha ganado su dinero. Por eso todos creían en Madoff
Leyendo las crónicas del colapso de Inversiones en Valores Bernard L. Madoff, es imposible no concluir que lo hará. La escala de este fraude se extiende mucho más allá de lo que un vendedor de coches o incluso el comprador de un apartamento pueda cometer, por supuesto: entre las víctimas del extraordinario esquema piramidal de Madoff se encuentran bancos muy importantes (BNP Paribas, Valores Nombra), gente famosa (Mort Zuckerman) y los amigos de Madoff del Club de Campo de Palm Beach. A raíz del arresto de Madoff, las organizaciones benéficas van a cerrar, y gente que antes era rica se convertirá en pobre. Lo peor es que todo el que invierta donde sea se lo pensará mucho más, se tomará mucho más tiempo, exigirá mucha más documentación. Y lo harán no sólo a causa de Madoff, sino por los prestamistas de alto riesgo, los bancos de inversión de Wall Street y los defraudadores de Enron que han trabajado tanto para minar nuestra fe en la fiabilidad del sistema.
Madoff en sus buenos tiempos, cuando iba a la tele como una estrella.
La ironía más aguda aquí es que todos esos planes sólo fueron posibles en primer lugar, precisamente porque, hasta ahora, hemos vivido en una cultura con unos niveles de confianza tan extraordinariamente altos, una cultura en la que se acepta la buena fe de un cliente sin cuestionarla y donde se piensa que la gente acaudalada ha ganado su dinero. En nuestra cultura, se confió en alguien como Madoff precisamente porque era rico: porque era miembro del Club de Campo de Palm Beach; porque su compañía poseía caras oficinas en Manhattan, la mayoría de las cuales estaban ocupadas por personas ejerciendo verdaderos trabajos. A nadie se le ocurrió pensar que un pequeño grupo de selectos empleados estaba desarrollando también un enorme plan de fraude en el piso 17.
En otras culturas (quizá en la mayoría de las otras culturas) la gente muy rica es sospechosa por definición. Recientemente, conocí a un adinerado ruso y automáticamente asumí que era el beneficiario de algún oscuro plan: ¿cómo si no iba a hacerse rico alguien de esa parte del mundo? De hecho, resultó ser el director ejecutivo de una compañía occidental en Kiev, Ucrania, y tener todo en regla. Pero sé por qué cometí el error: aún recuerdo (y los rusos se acuerdan todavía) los fraudulentos negocios de ‘privatización’ y las complejas operaciones de blanqueo de dinero que generaron tantos milmillonarios rusos durante las últimas dos décadas. También recuerdo la extraordinaria saga de la compañía MMM, que en los 90 defraudó 1.500 millones de dólares a unos 2 millones de rusos, utilizando lo que ahora se conocerá seguramente como el segundo mayor esquema piramidal de todos los tiempos. Por aquel entonces, pensábamos que un fraude tan flagrante sólo podía tener lugar en el caos del mundo post soviético.
Estábamos equivocados. El esquema piramidal de Madoff, mucho más amplio que cualquier cosa que pudiera soñar MMM, fue posible por nuestra propia tradición de legalidad. Y ahora él ayudará a acabar con esa tradición. He aquí una predicción: en los próximos años, el capitalismo americano se ralentizará, se hará más precavido, menos productivo y menos emprendedor. Aún estamos muy lejos de la Europa del Este de los 90 o de la Latinoamérica o de la Rusia del presente. Pero quizá no tan lejos como pensamos.
* Este artículo se ha publicado originalmente en el medio digital estadounidense Slate.