POLÍTICA
Adiós a la inocencia
Tras una acomodada carrera en los negocios, un agente de la Bolsa parisina tuvo que abandonar su trabajo en 1882 después de que se desplomara el mercado. Pudo entonces centrarse en su auténtica pasión, la pintura, y con el tiempo, hastiado de la vida que había llevado hasta entonces, este ex agente bursátil de nombre Paul Gauguin creyó encontrar en las islas de la Polinesia y en sus habitantes un modelo de vida virtuoso que recreó una y otra vez en sus cuadros. Una representación idealizada en la que a incluía en ocasiones al hombre europeo como el elemento impuro que amenazaba aquel orden sagrado, un mundo primitivo acechado por la civilización y el materialismo.
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Seguramente ese mundo tan puro sólo existiera en sus lienzos y nunca hubo ni tanta inocencia ni tanta ingenuidad, pero el recuerdo de Gauguin viene al caso para contrastar cómo, apenas un siglo después, se pudo construir un relato social completamente opuesto al del primitivismo del pintor francés. Antes de que estallara la actual crisis económica, los países más desarrollados participábamos de una visión común en la que aparecíamos como virtuosos inmaculados, abandonados a la satisfacción del éxito material de un modelo de crecimiento liberal que habría permitido riqueza para todos o al menos oportunidades para ello.
Elementos amenazadores
Para los representantes más prepotentes y autosatisfechos de ese falso relato, ese mundo perfecto sólo era amenazado por elementos externos: inmigrantes que demandaba el propio sistema como mano de obra barata pero que con sus rarezas culturales propias contaminaban las esencias locales, o bien terroristas que nos odiaban precisamente por lo bien que vivíamos y lo apabullante de nuestra superioridad.
Los límites se cuestionaron más que las bases
Inmigración y terrorismo sirvieron para establecer largos debates sobre los riesgos que se cernían sobre nuestro mundo, y de paso para acallar las voces internas que estaban alertando de que no era oro todo lo que relucía y de que, independientemente de consideraciones sobre sostenibilidad y medio ambiente, aparecían preocupantes indicadores, como el creciente abismo entre las rentas altas y bajas o la constante erosión de los servicios públicos. El 11-S y la guerra de Irak conmocionaron temporalmente nuestras sociedades y provocaron airadas pero estériles reacciones en torno a los límites que estábamos dispuestos a pagar por la seguridad física y la comodidad. Pero la conciencia generalizada de que internamente algo estaba funcionaba mal estaba todavía lejana y sólo se ha producido tras el colapso económico.
Demostración de la falsedad del relato
La fuerza de la crisis económica está teniendo al menos una virtud, dejar al descubierto los resortes del sistema y la falsedad del relato predominante. Ahora aparece con claridad que algunos de los cimientos sobre los que se computaban nominalmente crecimientos continuados no eran sólidos, como los inmobiliarios y los financieros, mientras que también se puede ver la limitada capacidad de la política frente a la economía y el confuso modelo de interdependencia entre ambas.
«Agotatamiento de un modelo de crecimiento»
Una de las voces que ha reflexionado sobre los desequilibrios es la de un economista, Carlos Berzosa, rector de la Universidad Complutense de Madrid, quien ahora apunta: “Lo que algunos han enunciado como crisis financiera es mucho más que eso: es una crisis global, pues supone el agotamiento de un modelo de crecimiento que modifica el equilibrio ecológico, que también afecta a los alimentos, la energía y que ha sido incapaz de combatir la pobreza, el hambre y la exclusión social, aunque haya venido acompañado todo ello de progresos indudables”. “No estamos solamente ante una crisis financiera sino ante algo mucho más profundo: un sistema económico mundial desigual y depredador de la naturaleza”, advertía en un artículo publico en El País.
¿Hacia algo «muy diferente»?
Pocos se aventuran a pronosticar qué puede salir de todo esto. El pensador estadounidense Immanuel Wallerstein cree que será en todo caso un sistema “muy diferente” al actual y se muestra convencido de que “en 30 años no viviremos en el sistema-mundo capitalista”. En una entrevista a Diagonal, Wallerstein apunta sobre ese nuevo sistema que “si evolucionará en un sentido democrático e igualitario o reaccionario y violento es una cuestión política y por tanto abierta”, y piensa que esto dependerá “del resultado del conflicto entre lo que llamo el espíritu de Davos y el espíritu de Porto Alegre”.
Sin opciones virginales
Al menos, lo que no podrá volver a ser ese hipotético nuevo sistema es ingenuo y pretendidamente inocente ni apelar a hacer la vista gorda ante ciertos desajustes a cambio del bienestar individual, porque al final los colapsos acaban pasando factura a casi todos. Y las islas vírgenes tampoco son lo que eran y no suponen ya una opción para los brokers arrepentidos.
Sergio Colado es redactor de El Plural
scolado@elplural.com