POLÍTICA
Obama, producto de los excesos de una administración arrogante cuyos mentores están en desbandada
ENRIQUE VÁZQUEZ*
El balance del gobierno Bush (ocho años) en política de seguridad e internacional, lo que más interesa a los ciudadanos no americanos, es un desastre que puede cuantificarse.
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A grandes rasgos es el siguiente:
Ha enviado a ultramar unos ciento ochenta mil soldados y una impresionante fuerza aeronaval para acabar con los regímenes de Iraq (Saddam Hussein) y afgano (talibán).
De ellos han muerto casi cinco mil y unos 20.000 han resultado heridos, de los que un cuarto mantendrán graves secuelas de por vida.
Ha gastado en esta aventura (según los cálculos moderados del acreditado dúo Stieglitz- Bilmes) unos tres billones (millones de millones) de dólares y a día de hoy el Pentágono devora unos diez mil millones de dólares mensuales.
Deja un déficit fiscal de unos 600.000 millones de dólares y agrava fuertemente la poco envidiable situación de quien depende de la financiación exterior, es decir de la compra de sus bonos por terceros Estados y/o sus fondos soberanos.
Todo esto ha contribuido a aumentar la desigualdad social y los ricos son una vez y media más ricos que antes y el número de pobres, ahora de unos 37 millones de personas, ha subido un 26 por ciento desde 2000 (Grupo de medios McClatchy en 2007).
Ha bajado a niveles sin precedentes la aceptabilidad internacional de los Estados Unidos, que registra muy altos porcentajes de hostilidad (los sondeos de Pew International) y no consigue estima en un ningún país, salvo Israel.
La aprobación de la gestión de Bush por el público ha caído sin cesar, está ahora en una media del 27 por ciento y tiende a agravarse por el estallido de la crisis financiera, que empezó en Nueva York en la atmósfera favorecida por los neocon de los medios de negocios. Su desaprobación cuando en enero sea sustituido en la Casa Blanca podría alcanzar una cifra nunca vista.
Hasta un 84 por ciento de la opinión cree ahora que “el país va en la dirección equivocada” (RealClearPolitics del lunes).
El fiasco del “Nuevo Siglo Americano”
El diseño de la política exterior y de seguridad de Bush es muy anterior al triunfo republicano y el acceso a la Casa Blanca en enero de 2000. Exasperados por el realismo constructivo de la administración Clinton, los nuevos conservadores (en el campo académico deudores de la obra de su maestro el filósofo Leo Strauss) prepararon el terreno y hay al menos tres documentos que tienen la ventaja de explicarlo a fondo y, al tiempo, hacer la nómina de lo que sería el desdichado equipo neocon.
Son el “Proyecto para el Nuevo Siglo Americano” de 1997; el llamado “Papel Netanyahu” (la plataforma de seguridad militar redactada en 1998 para el entonces jefe del Likud en Israel por sus amigos americanos); en 1997; el memorándum enviado a Clinton en enero de 1998. Los autores y abajofirmantes son prácticamente siempre los mismos o intercambiables. Todos ocuparían cargos de importancia, pública o entre bastidores tras el triunfo de Bush.
El pretexto del 11-S
La Administración republicana llevaba un año y dos meses en función cuando se produjeron los atentados del 11 de septiembre de 2001. Como escribió Bob Woodward, y la precisión es sustancial, cuando esto ocurrió hacía meses que el Pentágono y la Casa Blanca habían comenzado a examinar el plan llamado “The Greatest Middle East” (“El gran Oriente Medio”) cuyo pilar era el cambio en Iraq. Se puede creer que sin once de septiembre se habría ido también a la invasión y en el mismo escenario creado ad hoc: la pretendida disposición de un arsenal secreto de armas de destrucción masiva.
La tragedia, que conmovió y turbó al pueblo americano, fue una ocasión de oro para permitirse todos los excesos en un programa que se resume en una inquietante militarización de la política exterior, el paso conceptual, mientras se acuñaba el concepto de país en guerra, de garantizar la seguridad mudando el papel de superpotencia benigna al de la primacía imperial. El 11-S dio el móvil y la oportunidad.
La incompetencia y el fracaso
La invasión de Afganistán, el país que albergaba a Bin Laden, se produjo pronto (unas nueve semanas después del 11-S) y permitió hacer una exhibición de poder militar en una región convulsa que tuvo un terrible efecto indirecto: creer que hacer algo parecido en Iraq sería tan rápido y sencillo como resultó echar a los talibán de Kabul e instalar allí un gobierno amistoso.
Como acaba de decir Stella Remington, la legendaria ex-jefa de los servicios británicos de Inteligencia (MI-6), la respuesta al 11-S fue excesiva, desproporcionada, una sobreactuación. Esta apreciación, tan digna de interés, no atiende a lo que la operación tenía como anticipación de lo que vendría después: el montaje falso y la preparación para invadir Iraq, acercarse a sus grandes reservas de petróleo y blindar a Israel, siempre presente en toda la aventura.
Adicionalmente los Estados Unidos buscaban – y aún buscan, vía “Status de Acuerdo sobre Fuerzas”, en negociación – bases militares permanentes en el país árabe y, si se puede, un gobierno amistoso con Israel.
El nuevo imperialismo democrático
El 19 de marzo de 2003 empezó la invasión del país sin respaldo de la ONU y con una gran fuerza expedicionaria americano-británica más una pretendida “Coalición de voluntades” en la que estuvo efímeramente España, la del segundo gobierno Aznar.
Todo muy sabido y devastador para la genuina cooperación euro-norteamericana que atendía sobre todo al nuevo diseño internacional inherente a la caída del Muro de Berlín, el fin de la Unión Soviética o los desafíos energéticos y de cambio climático.
Se cometía así el peor de los pecados estratégicos (fomentar la división en la OTAN, que se negó a estar en la operación y ni siquiera quiso ocuparse de funciones militares en Iraq a posteriori) y de abrir un foso sin precedentes con Francia, Alemania y otros aliados arruinó la credibilidad americana, como se evidenció en manifestaciones sin precedentes en medio mundo.
La increíble reelección
El descrédito de Bush, su incompencia su amateurismo como mentor de un pretendido imperialismo democrático alcanzaron su cenit. Pero, aunque el desastre era ya visible (aún se recuerda al Bush del portaviones en mayo de 2003 dando por prácticamente concluida la guerra bajo la pancarta inolvidable de misión cumplida)en noviembre de 2004 el pueblo americano reeligió al dúo Bush-Cheney.
Visto desde Europa el hecho pareció incomprensible: permitió seguir cuesta abajo, empeoró la situación en Iraq hasta finales de 2007 y, la gran sorpresa, mucho más en Afganistán, donde la insurgencia talibán ha ganado terreno y plantea ahora un problema militar que empieza a ser considerado como susceptible de ser abordado también, si no principalmente, con medios políticos: Washington anda en busca de talibanes moderados que, al parecer, existen…
Fin de partida
Ha tardado en llegar la derrota, pero ha tomado, al fin, la forma de un desdén y un descrédito que ha impuesto, por ejemplo, la necesidad de que Bush se abstuviera por completo de aparecer junto al candidato de su partido, John McCain o ha obligado casi al silencio total al vicepresidente Cheney, uno de los arquitectos en la sombra de la política de seguridad y sombrío agente político de gabinete.
Tras el solar político, económico y moral que deja Bush hay, en cambio, algo que contrapesa los inolvidables ocho años: el público ha optado por quien parece ser exactamente lo contrario, ha abonado el terreno para un cambio de visión, lo que habría sido imposible si la aventura insensata de los neocon hubiera terminado medio bien.
Sorpresas que da la vida: el desastre y el burdo ultraismo de Bush, adobado con su hostilidad a combatir a fondo el cambio climático o a adherirse al Tribunal Penal Internacional, han hecho posible a Obama, producto directo de los excesos de una administración arrogante cuyos viejos mentores están casi en desbandada en los días de lo que algunos observadores benévolos llaman el último Bush, el que no ha podido impedir ni siquiera atenuar la victoria del senador por Illinois.
*Enrique Vázquez es periodista y analista político.